Resulta habitual oir, afirmar, declarar, escribir, etc. que la satisfacción del cliente es la clave de la gestión de las universidades competitivas y, por tanto, de sus bibliotecas. Quienes pronuncian o escriben este tipo de sentencias parten de la hipótesis de que la receptividad hacia las preferencias de los clientes/usuarios mejora los servicios públicos (los hay incluso que piensan que esa receptividad es la única forma posible para mejorar los servicios públicos). Esta idea tiene mucho que ver con el predicamento alcanzado por el movimiento de la Nueva Gestión Pública que ha hecho que los modelos de gestión que enfatizan la satisfacción de la clientela hayan adquirido carta de naturaleza en las organizaciones públicas. A partir de ahí, todo o casi todo el mundo se apresura a subirse al tren de la satisfacción del cliente aun cuando su aplicabilidad a los servicios públicos sea, cuando menos, matizable.
Con independencia de los debates científicos sobre si es lícito o no hablar de clientes en los servicios públicos (v. post Calidad y buen servicio aunque no haya beneficio) y de si, finalmente, los usuarios de las bibliotecas son auténticos clientes o más bien beneficiarios, lo cierto es que la satisfacción del cliente como objetivo fundamental de la gestión bibliotecaria (de la calidad) no está exenta de dudas. Para tratar de despejar estas dudas podemos partir, por ejemplo, de la afirmación de Aberbach y Christensen (1) de que el enfoque al cliente favorece una aproximación individualista del usuario a los servicios que prestan las Administraciones públicas que no concuerda con su condición de servicios públicos en tanto basados en valores como la equidad, la igualdad de oportunidades, la legalidad (e incluso la oportunidad política)...
Hace algunos años, Verónica Viñas, profesora de la Universidad Carlos III de Madrid, comenzaba su intervención en los Cursos de Verano de la UCLM de 2003 con la siguiente afirmación: "a pesar de lo que se lee o se oye en textos y foros relativos a la calidad de los servicios públicos, no hay que prestar servicios públicos tal como los demanda el usuario" (2). En su opinión, identificar la calidad del servicio público con la satisfacción del cliente conlleva dos grandes problemas: a) la dificultad de llegar a un acuerdo entre los diferentes grupos de la población acerca de los servicios (y expectativas) que hay que priorizar, y b) el hecho de que basarse en la satisfacción del cliente implicaría que los servicios públicos deberían concebirse sólo en función de lo que la población (o determinados grupos de ella) desean. A ello podría añadirse un tercer problema: con frecuencia el 'cliente' que recibe el servicio no es el mismo que paga (como ocurre con las bibliotecas universitarias), lo cual plantea el dilema de si hay que satisfacer a quien paga el servicio o a quien lo usa.
La población de una universidad (la 'comunidad universitaria') está formada por colectivos diversos cuya heterogeneidad queda enmascarada bajo la clásica "segmentación administrativa" de alumnos de 1º y 2º ciclo, alumnos de 3º ciclo, PDI y PAS. De cualquier forma, conciliar las necesidades y expectativas de estos grupos heterogéneos no suele ser fácil. Es más, se revela casi imposible si se agregan los condicionantes que sobre la gestión de los servicios bibliotecarios imponen otros stakeholders. Un buen ejemplo de esto (al menos desde mi experiencia) es la organización de horarios especiales de apertura de bibliotecas (noches y fines de semana) con ocasión de los exámenes. Si se aplica la lógica de la satisfacción del cliente, dado que se trata de un servicio recurrentemente demandado por los alumnos, la Universidad y la Biblioteca deberían aportar todos los medios necesarios para responder con presteza a esa demanda. Pero la cosa no es tan sencilla; de entrada porque la puesta en marcha de este tipo de aperturas está sujeta a "negociaciones" con otros actores además de los alumnos: equipo rectoral, Gerencia, sindicatos, profesionales bibliotecarios, empresa municipal de transportes, decanos y directores de Centros, etc. Todos ellos, lógicamente, intentan hacer valer sus intereses (que no siempre se alinean con los del cliente al que en teoría hay que satisfacer) con lo cual resulta una especie de cóctel que, además de la satisfacción del cliente, incluye la contención de costes, el impacto sobre la opinión pública (la prensa local siempre ávida de noticias "apasionanes" que publicar...), la creación de empleo público, el respeto a los derechos de los trabajadores, los planteamientos corporativistas, etc. Cuando, al final, se obra el milagro y se logran conciliar todos estos intereses puede ocurrir que el éxito del servicio desate demandas más exigentes de los clientes satisfechos (p.ej. aperturas de 24 horas los 365 días del año) que si se atienden en nombre de la satisfacción del cliente acaban por disparar el gasto de unos recursos públicos que, como (casi) todos sabemos no son ilimitados ni elásticos. Si la Biblioteca (o la Universidad) fuera una empresa la solución sería tan simple como cobrar a los usuarios que accedieran a la biblioteca en dichos horarios especiales, con lo cual la ampliación de aperturas, además de generar gastos, generaría ingresos. Pero este no es el caso.
Cuando las Administraciones públicas copian del management empresarial la idea de la satisfacción del cliente suelen olvidar que en la empresa dicha satisfacción está ligada a la predisposición del cliente a pagar por ella. En realidad, para las empresas, la satisfacción del cliente es un medio para obtener beneficios, de modo que por sí sola no basta para garantizar el éxito. Si el éxito de un servicio público consiste en hacer bien aquello para lo que ha sido creado (eficacia) no cabe desconocer que, de acuerdo con Viñas, "los estándares y las características de los servicios públicos deben ser una decisión política, siempre - por supuesto - con apoyo y asesoría técnica, conociendo las preferencias de la población y considerando las limitaciones presupuestarias". A propósito de esto, Aberbach y Christensen nos recuerdan que "en un sistema democrático la finalidad [de los servicios públicos] es la provisión equitativa de lo que el pueblo, a través de sus representantes electos, decide que quiere" y que "la calidad y distribución de los servicios debe determinarse dentro de ese marco". Con ello eficacia, eficiencia, equidad, preferencias de la población a servir y consideraciones técnicas y políticas se entremezclan a la hora de definir los servicios a prestar en el ámbito público. Si aceptamos estos planteamientos parece claro que la satisfacción del cliente no deja de ser un factor más de nuestro servicio, pero no el definitorio. Al quedar la selección y priorización de los servicios a prestar (e incluso su nivel de calidad) en manos del proceso político, la satisfacción del cliente figura como un input más del proceso decisorio. Por ello podría pensarse que la satisfacción del cliente obliga, en primer lugar, a los políticos (representantes del pueblo o, en nuestro caso, de la comunidad universitaria) al ser a ellos a quien corresponde trasladar esa satisfacción a la definición y diseño de los servicios públicos.
Debido a esto no podemos dejar de estar de acuerdo con Viñas cuando dice que "las Administraciones públicas tienen que decidir bajo directrices políticas y técnicas qué servicios se van a ofrecer, con qué elementos o dimensiones de la 'calidad' se va a prestar cada uno de los servicios, y cuáles características son prioritarias sobre otras" lo cual "no significa, por supuesto, que no se escuche a los usuarios-clientes para conocer su grado de satisfacción y sus demandas", si bien "teniendo claro (y dejando claro) que éstas no son las que determinan en última instancia la configuración de los servicios públicos y de sus características".
A la luz de cuanto se acaba de exponer, cabe interrogarse sobre si es eficiente dedicar cuantiosos recursos y esfuerzos a captar la satisfacción del cliente (y, de paso, pensar sobre sus costes de oportunidad). Pero hay algo quizás peor: implantar sistemas para captar y medir la satisfacción de nuestros clientes puede conducir a eso de "el tiro por la culata". Y es que con frecuencia los sistemas de medición de la satisfacción del cliente no van acompañados de los recursos y mecanismos necesarios para llevar a cabo las acciones que requiere satisfacer a la clientela una vez nos ha hecho llegar su insatisfacción. Con ello los sistemas de recogida y medición de la satisfacción acaban por contribuir a la insatisfacción de unos clientes cuyas expectativas se ven traicionadas por la falta de medios o los misterios insondables de la fragmentaria gestión pública. Podríamos seguir hablando de otros problemas que conlleva la práctica de la satisfacción del cliente (p. ej. el grado de sofisticación de los sistemas de su captación, el cansancio de los usuarios con las encuestas, etc.) pero por ahora vale con lo dicho.
Para concluir: si bien la 'nueva' gestión bibliotecaria basada en enfoques importados del management empresarial (con la gestión de la calidad al frente) enfatiza la satisfacción del cliente, nuestra condición de Administración y de servicio público nos obliga a revisar/reintepretar el principio de la orientación al cliente y la preocupación por su satisfacción. Al tratarse de un servicio de apoyo a la docencia, el aprendizaje y la investigación, la biblioteca debe ser, ante todo, útil. Por ello más que obsesionarnos con la (trampa) de la satisfacción del cliente-usuario, deberíamos dedicar nuestros esfuerzos a hacer/gestionar bibliotecas útiles. Si lo conseguimos obtendremos unos buenos niveles de uso de la biblioteca que ya son indicativos de la calidad y de la propia satisfacción del usuario en la medida en que la mejor biblioteca es la que se usa.
(1) J.D.Aberbach, T.Christensen, "Citizens and consumers: an NPM dilemma", Public Management Review, 7, 2 (2005), pp. 225-245
(2) V.Viñas, "Los conceptos de calidad de los bienes y servicios públicos y satisfacción del cliente", Bits: Boletín Informativo de Trabajo Social, 5 (2003)
sábado, 7 de septiembre de 2013
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